Jose Zamora
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Vivienda en Costa Rica: un derecho pendiente.
Hablemos de la aspiración de tener casa propia, proyectado por los constructos sociales y legitimado en los elementos simbólicos, se fundamenta en la aspiración al bienestar y la autonomía. Este ideal se construye sobre el esfuerzo y las capacidades personales, fortalecidas a través de la educación. Nussbaum (2011) recuerda que las capacidades humanas son el umbral mínimo de justicia, y su desarrollo requiere condiciones materiales que aseguren dignidad, seguridad y pertenencia. En este sentido, la vivienda adecuada se convierte en un medio indispensable para el florecimiento humano.
La vivienda en Costa Rica se ha convertido en un privilegio, ya que la mercantilización de los componentes territoriales no se encuentra a la merced de las poblaciones de los primeros quintiles, mientras tanto la normativa y el aparato estatal sigue rezagado. A esto se le suma las migraciones rurales – urbanas y el fenómeno migrante por trabajos de temporadas.
Pero para ahondar en el faltante habitacional, se deben retomar algunos elementos como que la vivienda constituye un eje fundamental de la política social, no solo como un bien material, sino como un derecho humano básico. Su acceso asegura seguridad, salud, estabilidad emocional y arraigo comunitario. No obstante, el panorama habitacional en Costa Rica evidencia una crisis compleja, caracterizada por restricciones financieras, déficit estructural y limitaciones en la calidad de las soluciones habitacionales existentes.
El sistema de créditos hipotecarios, en teoría, representa un mecanismo para que las familias alcancen la meta de adquirir una vivienda. Sin embargo, en la práctica se ha transformado en un instrumento excluyente debido a las tasas de interés elevadas, los requisitos rígidos y las primas de difícil cumplimiento para los sectores de ingresos bajos y medios. Este escenario reproduce un círculo de exclusión en el cual precisamente quienes más necesitan crédito son quienes menos posibilidades tienen de acceder a él, lo que profundiza las brechas sociales y la desigualdad.
El sistema financiero costarricense se encuentra concentrado en mecanismos hipotecarios que priorizan la formalidad laboral y la capacidad de pago inmediata, dejando fuera a trabajadores informales, cuentapropistas o personas con ingresos variables.
El acceso al suelo urbano constituye otro obstáculo estructural. La especulación inmobiliaria y el incremento sostenido en los precios de los terrenos han reducido significativamente la posibilidad de convertirse en propietario, especialmente para las familias trabajadoras.
Reducidos han sido los programas estatales de vivienda que buscan responder a esta problemática, y de ellos, con frecuencia se orientan hacia proyectos ubicados en zonas periféricas, alejadas de centros de empleo, servicios básicos y transporte público. Ello genera costos adicionales para los hogares y reproduce desigualdades territoriales que limitan la integración social.
En este sentido, el conflicto social sobre la desigualdad territorial enmarcado en el neoliberalismo tiene una lectura interesante desde Jiménez-Corrales (2024): Una comprensión geohistórica de este tema permite contextualizar los retos que existen en el neoliberalismo, el cual representa un proyecto político-económico que busca reestructurar las condiciones para las relaciones sociales y económicas entre los actores. En su proceso de territorialización se busca: 1) la construcción de una estructura estatal que permita proteger y favorecer los intereses del mercado; 2) la creación de mecanismos que garanticen las libertades económicas; y 3) la reducción de la esfera pública para ensanchar la esfera de lo privado. (p.205)
Jiménez-Corrales (2024)
El derecho a la ciudad implica disputar los procesos de acumulación y de uso del suelo urbano, colocando la función social de la propiedad por encima de su valor mercantil. Esta perspectiva permite situar este caso costarricense en una discusión más amplia sobre el papel del Estado y las políticas redistributivas en contextos de neoliberalismo avanzado. Además, esto nos permite comprender por qué la política de vivienda ha sido la más difícil de ejecutar en los últimos años, teniendo los déficits de vivienda y hacinamiento, según la ENAHO (2024):
Los hogares en condición de pobreza presentan un mayor porcentaje sin vivienda propia (41,7 %) respecto a los hogares no pobres (25,1 %); además, tienen condiciones deficientes en cuanto al estado de la vivienda y el hacinamiento; el 84,0 % de las viviendas habitadas por hogares pobres se encuentran en condición física regular o mala, y hacinadas por dormitorio el 10,1 % de ellas, para los hogares no pobres, el estado regular o malo se da en el 30,6 % de sus viviendas y el hacinamiento por dormitorio en el 0,5 %. (p.72)
Esto nos lleva a otra situación: las cuarterías, en la actualidad, refleja la expresión más crítica del déficit habitacional. Los recientes incendios en edificaciones adaptadas como viviendas colectivas y los informes sobre miles de personas viviendo hacinadas en el GAM, visibilizan una realidad histórica caracterizada por precariedad e invisibilización social. Estas estructuras, muchas veces en condiciones de abandono, carecen de medidas básicas de seguridad, presentan instalaciones eléctricas improvisadas, salidas de emergencia bloqueadas y ausencia de ventilación adecuada. A ello se suma la inseguridad jurídica de sus habitantes, quienes con frecuencia carecen de contratos formales y se encuentran expuestos a desalojos arbitrarios.
Más allá de la cantidad de viviendas, el déficit habitacional se expresa también en sus efectos sobre la salud física y mental. Las condiciones inadecuadas de habitabilidad se asocian con la proliferación de enfermedades respiratorias y gastrointestinales, además de impactos en la salud mental derivados del estrés, la ansiedad y el hacinamiento.
La Organización Mundial de la Salud (2018) advierte que las condiciones de hacinamiento, humedad, ventilación deficiente y materiales precarios son factores que incrementan el riesgo de enfermedades respiratorias, estrés y violencia doméstica. Asimismo, el hacinamiento, erosiona las relaciones familiares, limita la privacidad y aumenta los niveles de tensión en los hogares.
Asimismo, la constante amenaza de desastres, como incendios o derrumbes, acentúa la vulnerabilidad social de las personas residentes en estas condiciones. Viviendas presentan deficiencias estructurales, como techos de material no resistente, instalaciones eléctricas obsoletas y falta de refuerzos sísmicos, que aumentan significativamente los riesgos de accidentes y desastres. La inclusión de estándares constructivos y materiales sostenibles podría reducir estas vulnerabilidades.
Ello exige trascender una visión centrada en la construcción de nuevas viviendas e impulsar programas de mejoramiento habitacional que rehabiliten estructuras deterioradas y aseguren condiciones dignas para quienes ya cuentan con un techo (tipos de materiales, riesgos estructurales, normativa sísmica o de incendios, costos de rehabilitación) Es fundamental incorporar planes técnicos de refuerzo estructural, ventilación adecuada y accesibilidad universal, así como presupuestos realistas de mantenimiento y rehabilitación.
En este escenario es necesario recuperar la memoria histórica de las luchas sociales vinculadas a la vivienda. En Costa Rica, durante las décadas de 1970 y 1980, los movimientos feministas y de mujeres trabajadoras desempeñaron un papel clave en la organización comunitaria para acceder a tierra y vivienda. Muchas de las tomas de terrenos y procesos de autogestión habitacional fueron liderados por mujeres jefas de hogar, quienes no solo defendieron el derecho a un techo para sus familias, sino que también impulsaron transformaciones en la concepción de la vivienda como espacio social. Estos movimientos denunciaron las desigualdades en el acceso a la propiedad, la exclusión de las mujeres de los créditos hipotecarios por falta de garantías laborales formales y la invisibilización de su rol en la planificación urbana. En varios casos, la presión organizada de asociaciones de mujeres y colectivos feministas logró incidir en políticas públicas que reconocieron la prioridad de las jefaturas femeninas en la asignación de bonos de vivienda y programas sociales.
Existió una visibilización progresiva de la jefatura femenina dentro de la política habitacional. El movimiento feminista lideró procesos de autogestión y organización comunitaria, incorporando la perspectiva de género en el diseño urbano y en la construcción de criterios legales de política pública. Reconocer la vivienda como espacio de autonomía y de prevención de la violencia permitió ampliar la comprensión de este derecho más allá de su dimensión material, hacia una lectura integral de bienestar, cuidado y equidad. Estos logros históricos evidencian la necesidad de incorporar la participación comunitaria actual, testimonios de residentes de cuarterías y estrategias de mediación social en el diseño y la implementación de políticas habitacionales.
En este marco, la vivienda debe entenderse como un derecho humano universal y no como un privilegio condicionado por las dinámicas del mercado. Ello implica repensar la política pública en varias dimensiones: el diseño de créditos accesibles y flexibles con tasas diferenciadas y primas escalonadas adaptadas a la informalidad laboral y la situación económica de las familias; el acceso equitativo al suelo urbano mediante la regulación de la especulación y la utilización estratégica de terrenos públicos; el fortalecimiento de programas de mejoramiento de viviendas existentes con subsidios, asistencia técnica y refuerzos estructurales; la regulación y control de cuarterías para garantizar condiciones mínimas de seguridad, habitabilidad y salubridad; y un enfoque integral que articule la política de vivienda con otros derechos sociales, incluyendo salud, educación, empleo, transporte, seguridad y redes de apoyo comunitario.
El ejemplo del movimiento feminista desempeñó en la disputa por el derecho a la vivienda que cuestionó los modelos tradicionales que invisibilizaban a las mujeres
como sujetas de política pública. Las mujeres de sectores populares encabezaron procesos de organización comunitaria y tomas de terrenos, confrontando tanto a las estructuras patriarcales del Estado como a la especulación inmobiliaria que restringía el acceso a la tierra. La presión de estos movimientos obligó a replantear los criterios de asignación de subsidios y a reconocer a las mujeres como beneficiarias directas en el Bono Familiar de Vivienda de 1986, aunque este avance se dio en medio de tensiones con un aparato estatal que tendía a reducir las demandas feministas a categorías asistencialistas, las organizaciones feministas y comunitarias denunciaron que los proyectos habitacionales reproducían lógicas androcéntricas, con viviendas y barrios diseñados sin considerar las necesidades de cuidado, movilidad y seguridad de las mujeres.
La ENAHO 2024 nos recordó con datos que “los no pobres cuentan con un ingreso per cápita que es 7,9 veces más alto respecto al de los pobres” (INEC, 2024, 72) esto representa que el acceso a la vivienda es solo un elemento de los múltiples que se requieren para un desarrollo humano adecuado. No tener vivienda representa dificultades en salud, redes de apoyo, limitaciones de conexión a internet, transporte, procesos educativos fragmentados, entre otros que por mantener espacios cambiantes no promueven la estabilidad y asentamiento, desplazamientos continuos, entre otros más que siguen representando las desigualdades profundas de nuestro país.
Costa Rica se enfrenta a una encrucijada histórica en materia habitacional que afecta directamente otros derechos, por ello continuar tratando la vivienda como una mercancía sujeta a las reglas del mercado implica reproducir exclusiones y perpetuar condiciones de precariedad para miles de personas. En cambio, asumirla como un derecho humano exige avanzar hacia una política universal que garantice acceso real, seguro y digno a la vivienda para todos los hogares. Solo así será posible superar el círculo de exclusión que actualmente encierra a amplios sectores de la población en el hacinamiento, la inseguridad y la vulnerabilidad, y avanzar hacia un modelo de sociedad más equitativa, cohesionada y solidaria.
Superar la crisis habitacional requiere una agenda intersectorial para fortalecer los programas de mejoramiento y rehabilitación de viviendas existentes mediante alianzas con gobiernos locales, universidades y cooperativas. Así como para robustecer un fondo nacional de crédito accesible con tasas diferenciadas y primas escalonadas, junto con una reforma del sistema de bonos de vivienda que priorice la localización cercana a empleo y servicios.
Estamos a pocos días de 17 de octubre de 2025: Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza, donde recibiremos los datos del INEC sobre la Encuesta Nacional de Hogares (ENAHO) y tener claridad de los retos que tenemos en un contexto de proceso electoral, nos permite comprender cuáles son las tensiones que debemos valorar y cuáles son las políticas que requerimos fortalecer.
Referencias:
- Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC). (2024). Encuesta Nacional de Hogares (ENAHO) 2024. San José, Costa Rica: INEC.
- Jiménez-Corrales, R. (2024). Geohistoria y neoliberalismo: territorialización del proyecto político-económico en Costa Rica. San José, Costa Rica: Editorial Universidad de Costa Rica.
- Nussbaum, M. C. (2011). Creating capabilities: The human development approach. Cambridge, MA: Harvard University Press.
- Organización Mundial de la Salud (OMS). (2018). Housing and health guidelines. Ginebra, Suiza: OMS.
M.Sc. Paulina Molina Chacón
Directora de la Escuela de Trabajo Social
Máster en Gerencia de políticas y programas sociales de ICAP. Licenciada en Trabajo Social de la Universidad de Costa Rica.