En una sociedad globalizada y conectada virtualmente, se nos han establecido una serie de normas simbólicas que nos exige culminar procesos en un tiempo y lugar determinados; establece marcos de referencia sobre lo que se entiende por éxito y nos invita a seguir estándares de belleza, juventud, salud y perfección.

El sistema económico, además, utiliza estas estructuras simbólicas para legitimar desigualdades y profundizar las diferencias sociales. Se profundizan en estereotipos o ideas preconcebidas para calzar, haciendo que otros factores obliguen a gestionar la identidad y el contexto. Estas estructuras generan dolor y soledad, debilitando las relaciones sociales y aumentando las tensiones que se originan en el seno de la cuestión social.

Esta constante invitación a “servir” al sistema social como personas exitosas, jóvenes, bellas y con una “vida ideal”, coloca en un lugar de frustración y dolor a quienes no logran alcanzar estos ideales.

Desde ahí, las experiencias de desempleo, pobreza, discriminación, problemas de salud, violencia y falta de acceso a servicios básicos se convierten en detonantes que incrementan el riesgo de depresión y suicidio.

Estos son solo algunas condiciones y en sus raíces que podría ir germinando en que las personas piensen en tentar con su propia vida y que lamentablemente en algunos casos lo logren.

En este sentido, el suicidio no puede reducirse a una experiencia íntima e individual. Es un fenómeno social que exige romper estigmas, construir redes de apoyo y atender los factores estructurales que lo alimentan. Desde su perspectiva integral, el Trabajo Social tiene un rol clave en tres dimensiones: prevención, identificando riesgos y fortaleciendo vínculos comunitarios; intervención, acompañando a personas en crisis; e intervención posterior, sosteniendo a familiares y amistades que atraviesan la pérdida.

Vivir el dolor y la soledad profunda que provoca el suicidio de un ser querido es una experiencia que deja huellas imborrables. Aparecen la impotencia ante señales que no logramos interpretar a tiempo, el juicio social que recae sobre las familias y amigos, y la frustración de sentir que se pudo haber hecho más. Estos duelos son complejos, solitarios y cargados de silencio.

Muchas veces, las señales previas se ocultan detrás de sonrisas, de la búsqueda de experiencias extremas, de una aparente “normalidad” que en realidad es una fachada de la desesperanza. Reconocer estos indicadores, que la literatura especializada denomina conductas de enmascaramiento, es fundamental para la prevención.

Las estadísticas muestran la magnitud del problema, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC, 2024), el 1,4% de las defunciones registradas por causas extremas se deben al suicidio. En el diagnóstico realizado para la formulación de la Política Nacional de Salud Mental 2024-2034 (Ministerio de Salud, 2024) se señala que “el aumento en la mortalidad por suicidio se observa en todas las regiones del país” (p. 43). Estos datos resultan alarmantes porque evidencian que el suicidio interpela a toda la sociedad: impacta a nuestras familias, sacude nuestros espacios de trabajo y deja una profunda huella de dolor.

 

El suicidio no distingue edad, género, condición socioeconómica ni lugar de residencia; todas las personas estamos expuestas a enfrentar situaciones de riesgo. Por ello, la acción debe ir más allá de la atención clínica: implica organizarnos desde las bases, cuestionar los constructos sociales que sostienen la desesperanza, y crear espacios de escucha, cuidado y redes comunitarias que sostengan la vida.

Haber acompañado a amigos y familiares que atravesaron intentos de suicidio o que tomaron esta decisión, permite afirmar que estas experiencias no se olvidan. El dolor es profundo, pero también es un recordatorio de la necesidad de actuar colectivamente.

Cada 10 de septiembre, en el marco del Día Mundial para la Prevención del Suicidio, recordemos que hablar, acompañar y tejer comunidad puede salvar vidas. Dejemos de lado las diferencias y abracemos la comunicación, la escucha activa y la aceptación.

Si en este momento sentís que el dolor que estás viviendo es demasiado difícil de llevar, no tienes por qué enfrentarlo en soledad. Buscar ayuda no es signo de debilidad, sino de valentía. Muchas personas atraviesan momentos parecidos y también necesitan apoyo: no estás solo/a en esto. Hablar con alguien de confianza, acercarte a un profesional en salud mental o compartir lo que sientes con una persona cercana puede marcar una gran diferencia. Recordemos que todos formamos parte de esta sociedad y de esta comunidad, y acompañarnos mutuamente es una forma de cuidar nuestra salud y nuestro bienestar.

Desde el Trabajo Social, la prevención del suicidio no es solo una tarea técnica: es un compromiso ético-político, un llamado a la conciencia y a la sensibilización colectiva. Porque sostener la vida, acompañar el dolor y abrir caminos de esperanza es, también, una forma de transformar nuestra sociedad.

Busca ayuda en 9-1-1, 22713101 (Aquí Estoy) y si conocés a alguien brindale escucha activa, contacta grupos de apoyo y acompañamiento emocional, acude a líneas telefónicas de ayuda, promueve hábitos saludables (ejercicio, alimentación y sueño adecuado) y fortalece factores protectores como autoestima, generar entornos seguros, solidarios y empáticos, sin juicio ni estigmas.

Referencias

· Instituto Nacional de Estadística y Censos. (2024). Estadísticas vitales: población, nacimientos, defunciones y matrimonios. INEC. https://admin.inec.cr/sites/default/files/2024-11/repoblacEV-Estad%C3%ADsticas%20vitales-2023A.pdf

· Ministerio de Salud. (2024). Política nacional de salud mental 2024-2034 y sus anexos técnicos de la política nacional de salud mental. Ministerio de Salud. https://www.pgrweb.go.cr/docsdescargar/Normas/No%20DE-44839/Version1/politica_nacional_salud_mental.pdf

Autora:

Msc. Paulina Molina Chacón

Directora de la Escuela de Trabajo Social